EL MAESTRO DEL AGUA
NO SIN MIS HIJOS
A primera vista, la ópera prima del actor australiano Russell Crowe reúne todos los requisitos para convertirse en una película apetecible, e incluso en un éxito de taquilla asegurado: una historia a la antigua usanza, de esas que beben de sucesos verídicos cargados de épica y nostalgia y que rinden homenaje a héroes caídos y contiendas de antaño, en este caso tomando como referencia la batalla de Galípoli; buenos actores, encabezados por el propio director; y un indiscutible aval de producción.
Los esfuerzos de Crowe por emocionar son evidentes y, hasta cierto punto, loables, pero lamentablemente nunca llega a contagiarnos su entusiasmo, ni tampoco implicarnos en una narración que se deja llevar por los estereotipos más sangrantes del género. Abusa de los fallos característicos de los realizadores debutantes, de las estampas de postal que tapan acusados agujeros de guión y de ciertas licencias chirriantes, como la insólita capacidad, poco menos que paranormal, del personaje principal a la hora de encontrar los cuerpos de sus vástagos. Tediosa y de interminable duración, le sobran algunos segmentos, principalmente la manida y empalagosa love story que tanto gusta imponer y que tan innecesaria resulta a escala global. Y en ese afán de conquistar al público peca, en numerosas ocasiones, del sentimentalismo más almibarado, haciendo uso de insufribles (y grimosas) estrategias lacrimógenas. Una lástima. Por suerte, siempre nos quedará refugiarnos en los brazos de Peter Weir y su espléndida Gallipoli.
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